Se derramó
El Universo se derramó de repente, de un color similar a un atardecer muy tardío, de esos en los que se mezclan los rojos, los violetas y los negros como si los hubieran repasado con un difumino. Todo quedó a oscuras por un momento, las lágrimas caían hacia dentro y se evaporaban en algún hueco de tu cuerpo, muy caliente y muy frío, lleno de algo que no sabías que ya se había ido. El atardecer de aquel día de verano te regaló calambres y suspiros, te dejó muda en el vacío, llena de colores sombríos.
Sentirse como un televisor viejo. O peor aún, como un frigorífico viejo. Con sus viejas goteras y sus viejas pérdidas de frío. Congelando recuerdos y anhelos. Temiendo que ya no sirva para almacenar nada, ni para conservarlo.
Aún estoy dudando de mi propia existencia como ser individual. Jamás probé a serlo y ahora, cuando pienso que quizás ese momento debería llegar, me siento más frigorífico que nunca. Pasada de moda, de rosca, de años.
Hay un vacío inocuo en el interior del dolor más punzante, impermeable a las elucubraciones y a los dramas propios de mí. Soy mi paracaídas y acecho y esquivo a los fantasmas en las esquinas.
No tengo fuerzas para hacerme la débil, sólo encuentro en mí una necesidad práctica de existir. Lógica y temeraria, antes las inamovibles fases de la vida.
Buscar un latir en mí, un corazón nuevo, un cerebro inalterable ante las evidencias más escabrosas.